Por
Lucas Crisafulli
“Esta
incapacidad de sentirse cada cual
herido en la
herida del prójimo”
Ortega y Gaset
“Una explosión y
los colchones se prenden fuego y Nos quemamos vivos…
Quiero salir,
quiero escapar, las puertas siguen encerrojadas.
El pabellón… en
un segundo se nublo todo y ya no vemos nada mas…
Pruebo trepar
hasta un ventanal buscando el aire y me balean fiero”
El Indio Solari, de la canción “Pabellón Séptimo”
“Mientras no
haya justicia, el fuego seguirá quemando”
Claudia Cesaroni
Podemos
comenzar estas palabras sobre el libro de Claudia Cesaroni ‘Masacre en el
Pabellón Séptimo´ con una sencilla pero no por ello menos lúcida afirmación
zaffaroniana: “la única realidad son los muertos”. Puede parecer poco elegante
iniciar estas palabras con una cuantificación cadavérica, pero los muertos
están allí, y reclaman a gritos ser escuchados. El 14 de marzo de 1978 al menos
sesenta y cuatro personas, todos ellos presos comunes alojados en el séptimo
pabellón de la cárcel de Devoto, fueron asesinados por el servicio
penitenciario federal, en su momento, bajo el mando de las fuerzas armadas de
la dictadura cívico militar.
¿Qué
significa “al menos”? Que el conteo mortífero no es exacto, que importaban tan
poco estos muertos que ni si quiera se tomaron el trabajo de contarlos. Uno de
los ejes centrales del libro Masacre en el Pabellón Séptimo es precisamente la
invisibilidad de ayer y hoy, de quienes se encontraban alojados en cárceles por
delitos comunes durante la última dictadura militar. Si existe un lugar opaco,
poco visible a la mirada externa, ajena a la crítica social, son las cárceles, y la apoteosis de esa
imperceptibilidad son precisamente las cárceles de la dictadura.
Cierta
visión delimitada de los Derechos Humanos y su contracara, la vulneración
sistemática, transforma en víctimas del terrorismo de estado solo a quienes
tenían algún tipo de militancia política, social, sindical, barrial, etcétera,
dejando fuera de la contabilidad cadavérica a quienes sin ser activistas,
sufrieron también las crueles consecuencias del exterminio y la tortura. La
autora, desde su posición de criminóloga militante, procura una definición más comprensiva
de la violación a los derechos humanos: los presos comunes también son sujeto
de derecho, y dignos de recibir la protección del Estado. Esto implica una
ampliación del rango de quienes fueron víctimas de la última dictadura cívico
militar.
Así
como el histórico informe de la Conadep “Nunca más” fue el preludio de del Juicio
a las Juntas, el libro Masacre en el Pabellón Séptimo es quizás el puntapié
inicial en la búsqueda por la Memoria, la Verdad y la Justicia. Cesaroni no se
queda en lo declarativo, pues como buena criminóloga crítica su intención no es
solo producir conocimiento, sino también activar mecanismos sociales e
institucionales que permitan la transformación social. El libro viene
acompañado con una presentación que la autora, como presidenta del Centro de
Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc), junto a Hugo Cardozo,
sobreviviente de la masacre, realizaron en la Justicia Federal para que se
reabra la investigación sobre lo sucedido ese 14 de marzo en Devoto de hace
treinta y cinco años, por ser la masacre un crimen de lesa humanidad y, por lo
tanto, imprescriptible.
¿Lesa Humanidad?
Todo
concepto transita en la tensión entre su encorsetamiento y la elasticidad.
Conceptualizar significa incluir un significante, pero también implica excluir
otro. En esa función, definiciones más cerradas corren el riesgo de encapsular
tanto al definiendum que solo pueda
ser utilizado escasamente, dejando peligrosamente al margen un cúmulo de
situaciones no alcanzadas por el definiens.
A su vez, la extrema flexibilidad de las palabras hace peligrar que en el
intento de incluir todo, no digamos absolutamente nada. La decisión de incluir
contenido en un concepto, apareja la consecuencia inmanente de excluir otros
significantes, y esa decisión es una decisión profundamente política.
El
delito de Lesa Humanidad como concepto no es ajeno a esta tensión inherente en
el mundo de las palabras. Por una parte, el pretendido encorsetamiento de su
contenido, relegando su definies a la
acción de persecución sólo de “disidentes políticos”, y solo eso, excluye las
graves violaciones cometidas por el poder punitivo del Estado a quienes no
tenían algún tipo de militancia política.
Por
otro lado, la pretendida elasticidad de Lesa Humanidad, donde cualquier
afectación a cualquier derecho realizada por cualquier persona a otra cualquiera,
es parte de la operatoria de incluir tanto que no termina diciendo nada en
absoluto.
Que
sea castigado como delito el hurto y no así la muerte de una persona por una
enfermedad curable por incumplimiento del Estado de las obligaciones asumidas
por el respeto de los derechos económicos y sociales, es parte de la operatoria
de la selectividad.
En
esa misma línea selectiva, es interesante rastrear los antecedentes remotos y
más cercanos, a lo que los Estados definieron como genocidio y delito de lesa
humanidad.
El concepto de crímenes de lesa humanidad se
empleó por primera vez para describir los hechos cometidos por oficiales turcos
en contra de la población armenia. Posteriormente, en el marco de los juicios
de Nüremberg y Tokio, las potencias aliadas acordaron incluir los crímenes de
lesa humanidad como uno de los crímenes competencia de dichos órganos en el Estatuto del Tribunal Militar Internacional
de Nuremberg en 1945.
En
cuanto a la definición de genocidio, la Convención para la Prevención y Sanción
del delito de Genocidio de 1948 redactada por los aliados vencedores de la
segunda guerra mundial, se advierte una intencionada estrechez. Era necesario incluir
a los crímenes de los nazi en los campos de concentración, pero también excluir
las dos bombas atómicas lanzadas por EE.UU en Hiroshima y Nagasaki, los
crímenes cometidos por Stalin en los gulag de Siberia, y las atrocidades
cometidas – y a cometerse - por las
potencias imperiales en sus colonias en África y Asia, como Inglaterra en
India, Bélgica en el Congo o Francia en Argelia.
La
definición más contemporánea de crímenes de Lesa Humanidad, y pacíficamente
aceptada, es la redactada por el Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional, al que mediante ley 25.390 Argentina ha ratificado. En dicho
instrumento se define a los crímenes de lesa humanidad como “cualquiera de los
actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático
contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque: Asesinato;
Exterminio; Esclavitud; Deportación o traslado forzoso de población;
Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de
normas fundamentales de derecho internacional; Tortura; Violación, esclavitud
sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o
cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; Persecución de
un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos,
raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género, u otros
motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho
internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo
o con cualquier crimen de la competencia de la Corte; Desaparición forzada de
personas; El crimen de apartheid; Otros actos inhumanos de carácter similar que
causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la
integridad física o la salud mental o física.
Los
elementos son los siguientes: 1) ataque generalizado o sistemático; 2) contra
una población civil; y 3) con conocimiento de dicho ataque.
Los
padecimientos de los presos, comunes y políticos, en lugares legales o ilegales
de encierro durante la dictadura cívico militar, fue parte de un plan
sistemático. La tortura no excluía a los presos comunes, aunque quizás tuviera
otros fines. Es claro que lo que pasó ese fatídico 14 de Marzo de 1978 en
Devoto, encuadra perfectamente en la definición que el Estatuto de Roma de la
Corte Penal Internacional realiza sobre los crímenes de lesa humanidad, y por
lo tanto, imprescriptibles.
Quizás,
la operatoria de incluir para excluir, no sea parte de un problema jurídico
penal, sino lisa y llanamente político. Cesaroni advierte que el mismo día de
la Masacre en el Pabellón Séptimo, se encontraron en un descampado de Lomas de
Zamora, los cadáveres de cinco jóvenes brutalmente asesinados, quienes se supo
después, fueron secuestrados y llevados al centro clandestino de detención El
Vesubio, donde habían sido cruelmente torturados. El secuestro, tortura y
muerte de estos jóvenes se debió a su militancia política. La autora del libro
se pregunta por qué estos espantosos crímenes se incluyen en la definición de
delitos de Lesa Humanidad – y por lo tanto imprescriptibles – y por qué la
matanza de sesenta y cuatro presos comunes en Devoto no. No se trata pues, de
restar importancia a quienes fueron secuestrados, torturados, asesinados y
desaparecidos por el terrorismo de Estado en función de su militancia política,
sino de complejizar el concepto de delitos de Lesa Humanidad, para hacerlo
comprensivo también de las masacres cometidas por el terrorismo de Estado
dentro de las prisiones y contra presos comunes. La propia autora narra,
mediante testimonios, las solidaridades existentes entre ambos – comunes y
políticos – pues eran “iguales en las
privaciones que los afectaban, iguales en el dolor”.
La
discusión no es meramente lingüística, sino ante todo política. Que la masacre
en el Pabellón Séptimo sea definida como crimen de lesa humanidad, implica su
imprescriptibilidad, y por lo tanto, la obligación del Estado en investigar lo
sucedido y juzgar a sus responsables.
A veces, las palabras ocultan
El
hecho en Devoto, relata la autora del libro, fue dado a conocer en la prensa
como un motín, y quedó en la memoria colectiva como “el motín de los
colchones”, haciendo alusión al incendio de colchones por parte de los presos.
Un motín, define la Real Academia Española, es una revuelta contra la
autoridad. En cambio, lo que pasó en Devoto esa mañana trágica fue una masacre,
un incendio donde el personal penitenciario no abrió las puertas, y disparó con
pistolas lanza gases y con ametralladores a los presos que osaban sacar sus
narices por las ventanas para poder respirar.
Esto
no se pudo llevar adelante sin todo un mecanismo que asegurara la impunidad.
Por un lado, la facultad que por ley tiene el propio servicio penitenciario federal
– facultad que sigue conservando hasta la fecha – de instruir los sumarios que luego darán origen
al expediente judicial por la investigación de todos los hechos delictivos que
se produzcan dentro de los penales. Un sinsentido si se tiene en cuenta que es
el propio Servicio Penitenciario quien debe investigarse a sí mismo, o más que
un sinsentido, una facultad legal para asegurar la impunidad. Pero el
ocultamiento de lo que fue una masacre para hacerla pasar por un simple motín
no fue posible solo por eso, sino también por una actitud encubridora por parte
del poder judicial, tal como lo narra un testimonio de un sobreviviente, quien relata
que el juez se hizo presente y observó a varios muertos con heridas de balas,
como así también leyó los informes médicos, negando dicho hecho ante la prensa.
Agrego
que no hay posibilidad de masacre sin lo que Johan Galtung define como
violencia cultural, es decir, un conjunto de dispositivos sociales que legitiman
la violencia directa, como lo que sucedió en Devoto. Los presos siempre fueron
construidos por estos dispositivos sociales como seres abyectos, merecedores no
solo del castigo legal impuesto – privación de la libertad ambulatoria – sino
también plausible de castigos ilegales, incluso físicos. En este sentido, el
dispositivo consiste en construir muertos que merecen ser llorados, y otros que
son olvidados sin siquiera ser nombradas. Esa es la situación de los sesenta y
cuatro muertos de Devoto.
La
inferiorización del preso no es propiedad exclusiva de los discursos sociales,
sino también de la criminología académica. Tanto el saber criminológico
positivista de readaptación y cura del ‘delincuente’, como el discurso
funcionalista de resocialización, comparten una visión de inferiorización del
preso. Esa minusvalía social se tradujo en una minusvalía jurídica en cuanto a
la subprotección.
Si
bien Foucault es un autor insoslayable y de referencia para estudiar la
prisión, lo que el filósofo francés analiza es la mutación de las tecnologías
del castigo: se transita del castigo al cuerpo en el patíbulo del ancien régime, al castigo del alma en
las prisiones modernas. Sin embargo, hechos como los de Masacre en el Pabellón
Séptimo dan cuenta de que el cuerpo sigue siendo objeto de punición. En
palabras de Lila Caimari, más que investigaciones sobre panópticos, en nuestro
país es necesario historias sobre la picana, que nunca desapareció como forma
de castigo.
Es
en este punto que Cesaroni plantea una continuidad entre las cárceles de la
dictadura, y las de la democracia. Producto del autogobierno penitenciario que
la autora tan bien describe en el libro, las prisiones siempre fueron
refractarias a los cambios de época, a aggiornar
su accionar para hacerlo respetuoso del Estado de Derecho. La tortura entonces,
sigue presente en los lugares de encierro. En ese punto el libro no es solo un
homenaje a los muertos de ayer, un intento de rescatarlos del olvido, sino
también un documento militante por los torturados de hoy, que siguen padeciendo
las prácticas de no derecho en la prisión. A pesar de las rupturas con la
dictadura, las penas privativas de libertad de la Democracia contienen la
accesoria de la muerte aleatoria dentro de las cárceles. Las prisiones fueron y
siguen siendo una ruleta rusa, la muerte persiste.
Sólo
con la capacidad de sentir la herida del otro como propia, como advierte Ortega
y Gaset, hará posible la justicia con un hecho del pasado, y evitar así que el
fuego siga quemando. Pero esa capacidad también será el motor del presente para
hacer inexcusable la eliminación de la tortura y muerte dentro de los lugares
de encierro. Sentir la herida del otro como propia, nos compromete en la
construcción de una cultura de los Derechos Humanos.
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