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ADELANTO LIBRO "CONTRA EL PUNITIVISMO", DE CLAUDIA CESARONI. INTRODUCCIÓN Y CAPÍTULO 1.

INTRODUCCIÓN


Una de las reglas sería entonces: cuando se esté en duda, no se debe imponer dolor. Otra regla sería: impóngase el mínimo dolor posible.

La aflicción es inevitable, pero no lo es el infierno creado por el hombre.


Nils Christie, Los límites del dolor



Algo estamos haciendo mal. Y lo seguimos haciendo, una y otra vez.

No solo en nuestro país: la insistencia en el error es universal, o casi.

El proceso, como lo describe Loïc Wacquant con precisión, es similar a las películas pornográficas que vemos o que alguna vez hemos visto: empiezan de modo diverso, pero terminan con el mismo tipo de movimientos: repetitivos, rutinarios, previsibles. La diferencia es que en esas imágenes se presume la búsqueda de placer, mientras que en el modo en que resolvemos la conflictividad social, las transgresiones a las normas, los hechos de violencia o los reclamos políticos, lo único que hacemos es aplicar dolor. Y no, como pedía Christie, en dosis mínimas, sino en cantidades industriales. Dolor de la pena, contada en horas, días, meses y años. A veces, décadas. Dolor del destierro. Dolor de la tortura. Dolor de la separación. Dolor del hambre, el frío, la sed, la enfermedad y la muerte en espacios infrahumanos, en los que nos negaríamos a dejar a nuestras mascotas.

Dolor que se extiende y no solo afecta a quien le es directamente destinado, sino que alcanza como una mancha venenosa a madres, padres, hijos e hijas, hermanos y hermanas, y a cualquiera que sienta una cuota de afecto por el apestado o la apestada. El comienzo puede ser un delito muy grave, que por el modo de ejecutarse o la persona a la que afecta, provoca una movilización y un reclamo que se considera ineludible responder afirmativamente. Tenemos en nuestro país el caso del secuestro y asesinato de Axel Blumberg, sucedido en marzo de 2004, y la reacción de su padre Juan Carlos Blumberg, que desencadenó una de las más profundas reformas penales de los últimos tiempos. El reclamo encabezado por el padre de Axel -un compendio de reformas penales manoduristas, redactadas por su asesor jurídico, Roberto Durrieu, ex subsecretario de Justicia del dictador Jorge Rafael Videla- sería aceptado casi sin discusión por la inmensa mayoría de los y las legisladoras, temerosas de enfrentarse a una víctima que reclamaba en medio de un dolor tan profundo y cercano.

O puede ser un hecho que no está tipificado como delito, y cuya ejecución provoca escándalo o enojo, entonces se inventa una figura penal nueva, que lo incluya, con la idea de que así no sucederá más.

También puede tratarse de una idea política, de una conducta moral, de una elección personal: todo puede ser considerado delito, y todo puede intentar evitarse mediante la imposición de algún tipo de pena.

Esa manera de abordar las diversas conflictividades se llama punitivismo.

El castigo a las conductas supone, obviamente, un algo que hacer con quienes las realizan. El modo en que se trata a las personas que cometen delitos, tienen determinadas conductas o eligen una específica forma de vida, ha sido estudiado en innumerable cantidad de textos. Todos, más o menos tributarios de la obra insignia: Vigilar y castigar, de Michel Foucault.

Este trabajo no pretende reconstruir un recorrido por todo lo que ya ha sido escrito: quien quiera profundizar en esos océanos encontrará en la bibliografía numerosos títulos, que con mayor profundidad y sapiencia trabajan cada uno de los aspectos que revisaremos aquí.

¿Cuál es, entonces, el objetivo de este libro?

Debatir, de modo sencillo, accesible y con la mayor precisión posible, doce ideas populares sobre delito y seguridad; sobre presos y cárceles; sobre castigo y justicia.

Por supuesto, debatir desde una concepción político-jurídica determinada, minoritaria y que recibe críticas transversales desde diversas posiciones políticas.

La crítica al castigo, a la imposición del dolor y al punitivismo no es fácil, porque todos y todas tenemos enemigos particularmente odiosos. Pueden ser los militares genocidas. O los violadores de mujeres y niños. O quizá, por qué no, un político corrupto o una ministra legitimadora de crímenes policiales.

Entonces, sobre esos enemigos que nos resultan un concentrado de la maldad humana, consideramos que quizá sí sea justo descargar toda nuestra furia punitiva. Que vayan presos, que una vez presos no salgan nunca más, que se pudran en la cárcel. Y ahí está el problema: en el límite, o en su falta. Cuando ningún dolor nos parece suficiente para reparar el daño que ese enemigo ha provocada sobre nosotrxs, nuestrxs hijxs, o nuestro pueblo, y no se nos ocurre otro modo de reparar nuestro dolor, más que provocarlo.

Nos parece, en esos casos, que una apenas atenuada restauración del ojo por ojo diente por diente, está justificada. Para quien pone en riesgo o daña a nuestra sangre, a nuestra Patria o a nuestra libertad, o a nuestras posesiones.

Venimos a discutir esa creencia.

¿Por qué hacerlo?

Porque no sirve para nada.

Porque no repara nuestro sufrimiento.

Porque no cura el daño que nos causaron, o el que le causaron a un ser amado.

Porque cuando tenemos la posibilidad de ver el modo en que el castigo se ejecuta, y las consecuencias que provoca, sobre personas -no monstruos, personas- quizá podemos entender el tipo de perversión que estamos perpetuando.

Este libro toma doce ideas populares con relación al crimen y al castigo; a la seguridad y el delito, a las cárceles y a los delincuentes. No son todas, pero sí son las más habituales, y las que se repiten, pornográfica e inútilmente, a diario.

Una a una, las vamos a cuestionar. Con datos y con conocimiento teórico y práctico. No tanto para el mundo académico, sino para quienes sienten que tienen el legítimo derecho a vivir seguros y en paz, y han sido educados en la idea de que esa paz y esa seguridad solo la obtendrán impartiendo castigos y siendo indiferentes al dolor y al sufrimiento ajenos. Y vamos a hablar de colectivos poco presentes en la discusión pública: los presos y presas en primer lugar. Lo que pienso es que en las cárceles vive parte de nuestro pueblo, que la cárcel es un territorio como cualquier otro -una fábrica, una escuela, un barrio, una facultad- y que en ese territorio se dan disputas, hay espacios de poder y de dominación, se juegan intereses políticos y económicos, y quienes más padecen son quienes más lastimados y vulnerados están. Y a quienes, paradójicamente, se ve como monstruos irrecuperables.


Claudia Cesaroni

Buenos Aires, mayo/agosto 2020, en tiempos de pandemia.










CAPÍTULO 1:  Si el Estado no nos protege, tenemos derecho a hacer justicia por mano propia.


Vemos que todos los hombres entienden por justicia ese tipo de estado del carácter que dispone a las personas a hacer lo que es justo y las hace actuar justamente y desear lo que es justo.

Aristóteles, Ética a Nicómaco


Si soy movilizado en una guerra, esta guerra es mi guerra; está en mi imagen y la merezco. La merezco primero porque siempre puedo eludirla por el suicidio o por la deserción; estas últimas posibilidades son las que siempre debemos tener presente cuando se trata de considerar una situación.

Por no salir de ella, la he elegido.

Jean Paul Sartre, El ser y la nada



Los casos varían. Puede tratarse de un joven que intenta cometer un robo, es alcanzado por personas que lo ven y comienzan a perseguirlo, entonces desiste de continuar cometiendo el delito, huye, lo alcanzan, y sobre él, ese grupo de personas comete un delito infinitamente más grave: le dan golpes, patadas en la cabeza y el estómago, le destrozan el bazo, lo escupen e insultan mientras lentamente lo van matando.


Quizá se trata de un rumor: en esa casa hay un hombre que abusó de una niña, o que -peor aún-, abusó y la mató. Entonces, el grupo de vecinos y vecinas se acerca, comienza a tirar piedras, luego alguna botella con combustible, entonces hay fuego, y la casa, en general una casa sencilla, humilde, desaparece en medio de gritos de euforia y rabia. Puede estar vacía, si sus moradores lograron huir antes de la llegada de la turba, pero también puede ser que haya una persona, y muera. No el autor del crimen, sino un familiar, alguien que estaba ahí, y cayó, como en una especie de daño colateral.


O, también, de la reacción de alguien a quien intentan robar, o en cuya casa pretenden ingresar, y que reacciona persiguiendo al o los agresores, matándolo/s cuando ya no presentan ningún riesgo personal.


Se la llama justicia por mano propia, y en ocasiones se agrega como elemento de justificación el derecho a la legítima defensa. Pero ya en esa misma definición nace un problema: ¿Por qué llamar “justicia” a lo que es una turba bestial desplegando violencia sobre una persona indefensa, o prendiendo fuego a su casa? ¿Cómo llamar legítima defensa a la decisión de perseguir y matar a quien está huyendo? Sí, quiso robar una cartera, o un celular. Sí, incluso quizá lastimó ferozmente a alguien, o quiso ingresar a un domicilio. Pero ahora está tirado en el piso, no puede provocar daño, ha sido inhabilitado para eso, ya no es peligroso. Entonces, no es “justicia”. Es la imposición de una pena de muerte, en un país en el que la pena de muerte no existe legalmente. No está en nuestro ordenamiento jurídico, pero se aplica ipso facto, sea por parte de turbas enfurecidas, sea a manos de policías que actúan ejecutando presuntos delincuentes en la vía pública.


En todos los casos, si no se logra respuesta penal, se propone la muerte o la exclusión social. La película “El secreto de sus ojos” (2009), de Juan José Campanella, ofrece un ejemplo de esta posición en cuanto al tipo de respuesta individual frente a la denunciada ausencia del Estado. La escena final es de una brutalidad que ha sido poco considerada por las críticas. Revisé unas diez. Solo en un caso1 se hizo mención a la entronización de la venganza privada que exhibe esa escena, en la que el autor de un crimen atroz se ve encerrado en una jaula, décadas después de haberlo cometido, solo, alimentado para que sobreviva y mantenido en silencio por el viudo de su víctima. Su único reclamo es que le hablen. Que alguien le hable. Peor que el castigo, peor que la soledad, peor que el alejamiento de todo afecto humano, es el silencio. La escena recuerda la historia real de los llamados “rehenes” en Uruguay, durante la dictadura, entre ellos quien después sería presidente de la república, José Mujica. Esos nueve rehenes estuvieron más de diez años privados de libertad en condiciones infrahumanas y absoluto aislamiento, incluso dentro de un aljibe. El 5 de setiembre de 1983 el escritor uruguayo Mario Benedeti mencionaba el caso en el Diario El País de España: “10 años de prisión son mucho tiempo, pero 10 años de soledad son un castigo que nadie en el mundo merece. Cada uno de estos expulsados de la humanidad, reducido a su infamante aislamiento, sabe ya de memoria las sombras del muro, las arrugas del piso, las manchas del techo. Tal vez lucha consigo mismo para no enmohecerse, para no desparramarse en la postración o el delirioi, manteniendo encendida la esperanza de una vela casi sin pabilo, consciente, sin embargo, de que el derrumbe en la desesperación sería el triunfo del otro, del enemigo-otro. Habría que retroceder varios tramos en la historia para hallar prácticas de un sadismo tan explícito.”2

En una dictadura feroz o en una película ganadora del Oscar, la escena es la misma: la negación del otro, naturalizando que sea posible someterlo al peor de los castigos: el arrasamiento de su condición humana.

Linchamientos

- Caso 1: David, de Rosario





¿Qué hace que un grupo de personas entienda que es correcto y justificado descargar su furia contra una que está sola? ¿En qué momento esa máxima de que “es de cobardes agarrar a uno entre varios” vuela por el aire y los varios se sienten absolutamente con derecho a caer sobre un cuerpo inerme, imposibilitado de defenderse?

En ocasión del asesinato de un joven por parte de otros jóvenes, a la salida de un boliche de Villa Gesell, en el verano de 2020, me pregunté si el modo en que se produjo esa muerte -varios golpeando a uno con total desprecio por su vida- no tenía cierta semejanza con los llamados linchamientos. Me refería a considerar que ese otro -en el caso, un joven de distinto sector social y ajeno al grupo de golpeadores- carecía de humanidad, de entidad y su vida de valor como para que fuera respetada. Igual que el pibe que roba un celular y es reventado a golpes, porque su condición de “chorro” le quita humanidad. Es chorro, no es ser humano, se lo puede patear como a una bolsa de papas. Muchas personas me respondieron que la comparación era forzada, porque el joven asesinado en Villa Gesell no había hecho nada. Es decir, no merecía morir así, molido a patadas, porque era inocente. No era merecedor de un castigo brutal. En cambio, por ejemplo, David Moreira, un adolescente de 18 años reventado a golpes en el barrio Azcuénaga de Rosario, provincia de Santa Fe, sí era merecedor de esa muerte, porque había intentando robar una cartera a una mujer.

El desprecio por la humanidad de David no solo se manifestó al momento de matarlo. Su foto, mostrada por su madre, con un cartel desolador, continuó exhibiendo ese dolor y multiplicándolo al infinito. En la foto, David es un pibe, está con un niño, quizá su hermano, quizá su hijo, no se sabe. Tiene una media sonrisa. Su mamá pide justicia por y para él. No elige “hacerla” con sus propias manos. No quiere matar. Quiere que la justicia formal, la legítima, le diga a ella y a los autores de la muerte de su hijo, que eso que hicieron está mal. Que no es correcto asesinar así.




La respuesta no será la esperada: de los asesinos, solo se procesó a uno. Y como no se pudo establecer, se dijo, cuál patada causó la muerte, fue condenado a una pena de tres años. Nunca detenido. Lo que, con otra víctima, -una víctima “inocente”-, se consideraría un homicidio cometido con alevosía y saña -con la consiguiente pena de prisión perpetua-, en este caso se justificó, en los hechos, porque la víctima había sido, o intentado ser, victimario. David Moreira no llegó a robar, es decir, si hubiera sobrevivido, lo habrían procesado por el delito de robo simple en grado de tentativa. Pero hizo algo, no importa si no lo pudo consumar, o si era un delito con una pena de un mes a seis años. Matarlo a él, al único condenado le costó, en términos de tiempo de pena, lo mismo que la mitad de la prevista para el delito de intentar robar una cartera.

No solo el poder judicial entiende esa muerte como un hecho de poca importancia, subvirtiendo así la propia lógica penal de imponer a un mayor daño, una mayor pena. Los medios de comunicación, casi sin fisuras, llaman a lo que le pasó a David, y a todos los casos similares, linchamiento. Prefiero llamarlos homicidios calificados por el ensañamiento y la alevosía. Linchamiento no es un delito previsto en el código penal, no existe como tal. Puede tener, incluso, un tono épico. En una de las notas publicadas con motivo de la muerte de David, se cita al papa Francisco: "Me dolió la escena. Fuenteovejuna, me dije. Sentía las patadas en el alma".3 En la obra de Lope de Vega, sin embargo, la consigna: “¡Todos a una, Fuenteovejuna!”, refleja la respuesta popular frente a la pregunta ¿quién mató al poderoso que los oprimía? La decisión colectiva de hacerse cargo, se justifica, en todo caso, en el derecho inalienable de resistencia a la opresión. No hay Fuenteovejuna en una horda conformada por sujetos que matan a un indefenso, salvo que aceptemos que ser sometidos a un robo, o a cualquier tipo de violencia individual, habilita a reaccionar masivamente como si se enfrentara a un enemigo poderoso. El mecanismo por el que buenos vecinos y vecinas asumen que esa respuesta es posible y aceptable, solo puede entenderse por la confluencia de medios de comunicación que operan construyendo la legitimación de esas respuestas; un poder judicial que castiga poco y mal estos casos; y una clase política que no reconoce a estos muertos como víctimas de su interés.


Caso 2: El fuego purificador


En ocasiones, basta la sospecha de que X cometió un delito grave, para que la turba se dirija a su casa y le prenda fuego. Si la palabra linchamiento remite a Charles Lynch, un independentista norteamericano que mandó a la horca a un grupo de leales al rey de Inglaterra sin juicio previo, ese fuego sobre viviendas, y en ocasiones, personas, remite a los fuegos purificadores de la Inquisición, o del Ku Klux Klan, el grupo racista del sur de Estados Unidos que arrasaba con la población negra luego de la guerra de secesión. El 25 de marzo de 2019, el diario Crónica informaba que vecinos y vecinas de un barrio de Comodoro Rivadavia, provincia de Chubut, habían prendido fuego y asesinado a golpes al padre del presunto abusador de un niño de doce años.4 La furia ya no caía sobre el acusado, sino sobre su padre, quizá por el pecado de la sangre, de la deficiente educación o de la mera cercanía.

Cuatro días después, el 29 de marzo, en Diario Popular se informaba que el propio niño había negado que el autor del abuso fuera quien había sido señalado en primer término: “El hijo del hombre asesinado no era el violador del nene de 12 años”5

Tenemos, en esos dos titulares en un lapso de cuatro días, reflejadas cuatro tragedias: un abuso a un niño; una acusación falsa; un homicidio calificado y la destrucción total de una vivienda y de todo lo que había dentro de ella. Y, probablemente, como quinto drama, una comunidad herida para siempre. ¿Qué pedido de disculpas puede ofrecer cada una de las personas que se juntó con otras a quemar vivo a un hombre? ¿Qué nivel de odio y tristeza puede acumular el hombre acusado injustamente? Esos dolores no los resuelve el sistema penal. En la segunda de las notas se informa que se está investigando a quienes se sindica como autores del homicidio, pero es muy probable que vuelva a suceder lo del caso de David Moreira: será uno, a lo sumo dos, no se podrá determinar la exacta responsabilidad, quedará en una pena menor e intrascendente. El dolor derramado como ese fuego asesino, perdurará.


Legítima defensa


Caso 1: El homicida y el jurado popular


El 13 de setiembre de 2016, dos jóvenes llegaron a una carnicería de la ciudad de Zárate, amenazaron al dueño, le robaron cinco mil pesos de la caja, tiraron dos tiros al aire, y se fueron en moto. El dueño de la carnicería los persiguió con su auto y los atropelló. Uno de los jóvenes huyó corriendo. El otro, Brian González, fue literalmente estampado contra un poste, y el auto del comerciante quedo encima de él. Una vez en el piso recibió insultos. Alguien dice y se ve en un video: “no merece que lo atiendan, que lo metan en un calabozo y que se muera ahí”. La ambulancia finalmente se lo lleva y muere siete horas después.

En el artículo del diario Clarín que rememora el caso6 no se indica la edad de Brian. La ocasión para recordar el intento de robo y su muerte, es que en setiembre de 2018 se realizó el juicio contra Daniel Oyarzún, a la sazón de treinta y ocho años, el carnicero de Zárate. Toda la presentación del caso consiste en demostrar que es bueno, está casado hace mucho tiempo con su esposa, tiene dos hijos pequeños, y si va preso, ellos pasarán hambre.

Brian solo es un delincuente sin edad ni importancia ni futuro.

Los doce miembros del jurado, por unanimidad, absolvieron a Oyarzún, a quien el ex presidente Mauricio Macri había considerado un buen ciudadano, que debía estar tranquilo en su casa con su familia, en vez -agrego- de estar siendo molestado por haber aplastado con su auto a un joven contra un poste.

Luego de absuelto, Oyarzún comenzó una corta carrera política, postulándose poco después como candidato a concejal por el macrismo en Zárate. No sabemos cuál habrá sido su posición cuando, tiempo después, varios jóvenes de su ciudad mataron a golpes a otro joven también zarateño, en Villa Gesell. Quizá, como tantos otros, haya encontrado el mejor argumento para sostener que su caso y el de los adolescentes jugadores de rugby, nada tienen de parecido: Brian le había robado cinco mil pesos, y eso lo hizo merecedor de ser aplastado contra un poste. En cambio, Fernando, el joven asesinado en Villa Gesell, no había hecho nada malo que justificara su asesinato.

Dos frases resumen la complicidad social en tiempos de dictadura: “algo habrán hecho” y “por algo será”. Servían, esas frases, para justificar la parálisis y el silencio frente a los crímenes de Estado. Fuera por miedo, fuera por acuerdo tácito, miles de personas callaron y cerraron las ventanas cuando vieron a hordas de sujetos, de civil o uniformados, ingresar a casas rompiendo puertas, para luego llevarse de los pelos a una o varias personas. No escucharon los gritos, o sí, pero hicieron como que no oían más que eso: gritos ajenos. Esos otros, aunque fueran vecinos o los conocieran desde siempre, eran seguramente terroristas y subversivos. Construidos como enemigos impiadosos, era mejor pensar que eso que les pasaba lo tenían merecido: por algo era, algo habían hecho para merecerlo. No hay ninguna diferencia con el pensamiento del carnicero de Zárate, de los jurados que lo absolvieron, del presidente que lo defendió públicamente, o de la fuerza política que lo propuso como candidato a representar al pueblo: Brian, algo había hecho y por ese algo terminó aplastado contra un poste.


Caso 2: El abuelo y el ladrón


El modo de abordar los casos en que se legitima la respuesta individual con resultado muerte, no depende de los gobiernos de turno. En julio de 2020, bajo un gobierno de distinto signo en los tres niveles: nacional, provincial y municipal, el modo en que se aborda un caso de mal llamada “justicia por mano propia” es similar a lo sucedido cuatro años antes con el señor Oyarzún.

En la Argentina, gobernada por Alberto Fernández y ya no por Mauricio Macri; en la provincia de Buenos Aires, con Axel Kicillof al frente, ya no María Eugenia Vidal, en el partido de Quilmes, bajo la intendencia de Mayra Mendoza en vez de Martiniano Molina, un señor Jorge Adolfo Ríos, es asaltado en su casa por cinco personas que lo amenazan, según denuncia lo golpean, y huyen. A una de esas personas, mientras corre por la calle, Ríos la mata. En el lugar se encuentran tres casquillos de su arma. La operación mediática comienza de inmediato: de un lado, a Ríos se lo llama “abuelo”, “jubilado”, “anciano”. Las fotos lo muestran con heridas en la cara y los brazos, o sentado con un bastón en la mano. Las imágenes de alguna cámara de seguridad, que dejan ver a un hombre -el supuesto anciano desvalido- persiguiendo a paso firme a alguien que corre después de tirarse de un techo, no son consideradas como prueba de que, en realidad, Ríos no actuó en legítima defensa dentro de su casa, sino que asesinó a un hombre a esa altura indefenso y que no le generaba ningún riesgo real.

Ese hombre -Franco Moreyra, de 26 años- es mostrado en una imagen dentro de la cancha de Quilmes, se lo señala como “barra brava” de esa institución. De un lado, el abuelo con bastón; del otro el barra brava ladrón. Y, en esa operación de construcción de la legitimación de ese homicidio (que, mientras escribo esto, el 21 de julio de 2020, me atrevo a augurar que culminará en una absolución cuando el caso llegue a un juicio “popular”), voces como las de la ex ministra de Seguridad de la Nación en tiempos de la presidencia de Mauricio Macri, Patricia Bullrich; y la del actual ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, coinciden en los típicos clichés manoduristas: “los jueces se ocupan más de los derechos de los delincuentes que de los ciudadanos de bien”, y otras lindezas, buscando anclar seguramente en los mismos votos. Esa oposición, entre “ciudadanos” y “delincuentes”, es doblemente peligrosa: por un lado, habilita la respuesta violenta de los buenos vecinos frente a los malos ladrones. Y por el otro, le quita la condición de ciudadanía a las personas acusadas de o condenadas por cometer delitos. Un no-ciudadano es un enemigo. Un enemigo que ni siquiera tiene la protección que deriva del derecho de la guerra, sobre el que se han escrito infinidad de convenciones que los Estados se comprometen a respetar. En otro momento histórico, esa operación se realizaba sobre los “delincuentes subversivos”: el/la que ponía bombas, realizaba acciones terroristas, secuestraba funcionarios, los ejecutaba, se transformaba en un sujeto carente de todo derecho: se lo podía torturar, violar, tirar al Río de la Plata, robarle a los hijos.

El concepto de que hay determinados sujetos que dejan de ser ciudadanos para transformarse en no personas, es lo que se conoce dentro de las teorías criminológicas como “derecho penal del enemigo”. Suele citarse a Gunther Jakobs, para explicar esta teoría, que es otro modo de justificar el peligrosismo positivista y las doctrinas políticas con base en Hobbes y Kant: no se persigue o se castiga a quien comete un delito por ese hecho en sí, sino que se lo señala, aísla y pena por lo que todavía no ha hecho, pero podría hacer, porque tiene determinadas características personales, o ha repetido determinados tipo de delitos graves. La película Minority report (2002), basada en un relato de Philip K. Dick7, describe una sociedad en la que pueden “adivinarse” los futuros delitos, y actuar “antes”, con las consecuencias previsibles. Para las no-personas, para los enemigos y los que “sabemos” que van a cometer siempre nuevos delitos, la pena es pura inhabilitación, pura neutralización. Caen los ideales del tratamiento resocializador, el principio del derecho a la reinserción, la concepción de que las personas privadas de libertad no pierden su dignidad ni su condición de ciudadanía, en el altar de la “seguridad”, sean cuales fueran los adjetivos que se le agreguen: democrática o nacional. La una, utilizada por gobiernos más o menos democráticos, la otra, por gobiernos autoritarios o directamente dictatoriales. En ese altar, con mayor o menor estrépito, caen desde las garantías básicas de la presunción de inocencia y el debido proceso, hasta el mismo derecho a la vida y a la integridad física. Eugenio Raúl Zaffaroni describe esta operación: La esencia del trato diferencial que se depara al enemigo consiste en que el derecho le niega su condición de persona. Sólo es considerado bajo el aspecto de ente peligroso o dañino. Por mucho que se matice la idea, cuando se propone distinguir entre ciudadanos (personas) y enemigos (no personas), se hace referencia a humanos que son privados de ciertos derechos individuales en razón de que se dejó de considerarlos personas, y esta es la primera incompatiblidad que presenta la aceptación del hostis en el derecho con el principio del estado de derecho. En la medida en que se trate a un ser humano como algo meramente peligroso y, por tanto, necesitado de pura contención, se le quita o niega su carácter de persona, aunque se le reconozcan ciertos derechos (por ejemplo, testar, contraer matrimonio, reconocer hijos, etc.). No es la cantidad de derechos de que se priva a alguien lo que le cancela su condición de persona, sino la razón misma en que se basa esa privación de derechos, es decir, cuando se lo priva de algún derecho sólo porque se lo considera puramente como ente peligroso.”8


Escribo esto mientras, en una semana, además del caso del “anciano jubilado herrero” que asesinó al “delincuente barra brava de Quilmes”, sucedieron estos hechos:


  • En una cárcel de Jujuy, ante una protesta de presos, el Servicio Penitenciario, o sea el Estado, mató a dos personas privadas de libertad.

  • En un barrio de Tucumán, una turba asesinó a un joven de 19 años que supuestamente intentó robar una moto.

  • En Mar del Plata, un hombre mató de un escopetazo a un joven de 23 años que supuestamente intentó ingresar a su jardín.


Las cinco muertes tienen algo en común: se trata de varones jóvenes, dos privados de libertad, tres en aparente situación de cometer o haber intentando cometer delitos contra la propiedad, cuyas vidas a nadie o casi nadie importan. Son descartables, meros números sin trascendencia más que para sus familias. No son víctimas en la consideración pública. No sabemos sus historias, sus oficios (solo el “oficio” de delincuentes). No conocemos el llanto de sus madres, novias y hermanas. Desconocemos si tienen hijos que los extrañan. Son culpables, aún antes de haber sido juzgados, incluyendo a los que estaban privados de libertad, jurídicamente inocentes, es decir todavía sin sentencia firme.

Pero esas disquisiciones no interesan a la mayoría de quienes consumen las noticias presentadas de un modo que no admite matices:

  • Si está preso, deja de ser persona y que se pudra en la cárcel.

  • Si quiso entrar o entró en una casa, está bien fusilarlo.

  • Si intentó robar un celular, no hay objeción a que se asesine a patadas en el hígado.


La adhesión a estas posturas no se limita a las fuerzas de derecha. La pantalla partida del canal de noticias TN, el día 22 de julio de 2020, mostró al actual ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, de un lado, y a la ex ministra de Seguridad de la Nación bajo la gestión macrista, Patricia Bullrich, del otro, justificando ambos el accionar de “don Jorge”, el autor del homicidio calificado por el uso de arma de fuego y el estado de indefensión de la víctima en perjuicio de Franco Moreyra.



CONCRProbablemente, ya algún asesor esté escribiendo el próximo proyecto de ley de reforma del Código Penal, que incluya como causa de justificación para los homicidios agravados, tener una determinada edad, o profesión, o estar alterado porque alguien intentó ingresar al domicilio del autor.

No sería más que la consagración de la impunidad para futuros crímenes como los del carnicero y el jubilado. El sistema penal, además de selectivo, discriminatorio e estigmatizante, es meritocrático, y justifica a los autores los delitos -aún los que tienen como resultado la muerte- que “se ganaron la plata trabajando”. Y los políticos construyen sus carreras electorales con esa argamasa, mezcla de demagogia y odio: nosotrxs somos lxs representantes del pueblo honrado y trabajador, frente a la lacra delincuencial que nada merece, salvo la tortura y la muerte. Se llamen Bolsonaro, Bullrich, o Berni.


1 “¿Por qué el cine insiste en reivindicar la venganza privada a contrapelo del reclamo de víctimas y familiares? ¿Por qué inventa una historia que contradice al presente de esos reclamos? Este cine manipula a ambas, torsiona los verosímiles irresponsablemente, sin otro objeto que pespuntear con brillosos golpes bajos las costuras de sus acdotas.Eduardo Rojas, “Espejos del alma”, en Revista El Amante Cine N° 208 de setiembre de 2009.

2 Citado en Rosencof, Mauricio y Fernández Ruidobro, Eleuterio, “Memorias del Calabozo”, Tomo III, Ediciones de la Bana Oriental, Montevideo, s/d

3Clarín, edición del 12/9/19: “Juicio abreviado. Linchamiento en Rosario. Uno de los tres imputados se declaró culpable y no irá preso”.

8Zaffaroni, Eugenio Raúl, El enemigo en el Derecho Penal, Deparamento de Derecho Penal y Criminología, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2006.


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