Por María Laura Böhm
Por Decreto de
Necesidad y Urgencia el Sr. Presidente de la República Argentina,
Mauricio Macri, nombró dos magistrados para la Corte Suprema de
Justicia de la Nación. Las voces más alarmadas alertan acerca de
este acto considerándolo dictatorial, alertan acerca del
avasallamiento institucional que significa que el Poder Ejecutivo sin
previo acuerdo del Senado nombre a miembros de la más alta instancia
judicial del país. Ante esta alarma, voces afines a los
nombramientos ponen paños fríos y aclaran que no se trata de
nombramientos vitalicios: “solo” se trata de nombramientos “en
comisión”, es decir, explican, que estos magistrados comienzan a
ejercer funciones aún sin acuerdo del Senado pero que sus pliegos,
presentados por el Presidente al Congreso, deberán ser debidamente
tratados y aprobados para que puedan continuar ejerciendo el cargo al
finalizar el próximo periodo legislativo, esto es, fin de noviembre
de 2016. Esta aclaración por parte de quienes dan su visto bueno a
la decisión presidencial, pareciera ser tranquilizadora. Pero no lo
es en absoluto.
Lo
institucionalmente preocupante de los nombramientos no reside
únicamente en que no se haya fundado debidamente su necesidad y
urgencia (recuérdese que incluso el magistrado de la Corte, doctor
Lorenzetti, manifestó tiempo atrás que la Corte podía continuar
trabajando incluso con tres magistrados, hasta recibir a los nuevos
miembros nombrados de acuerdo al procedimiento constitucionalmente
previsto), y por lo tanto, que haya habido un abuso en el recurso a
la emisión de un DNU. La gravedad del caso reside, además, en que
una sola y única voluntad, la del Presidente, pueda unilateralmente
y sin control externo alguno designar a dos juristas que tendrán la
potestad de pronunciarse en el futuro próximo sobre temas de la
máxima relevancia jurídica, política e institucional para el país.
No importa en este momento la calidad de los profesionales designados
(carreras brillantes, aunque con eventuales cercanías personales y
profesionales a actores económicos claves en la política nacional,
lo cual requeriría mayor estudio, precisamente, en el procedimiento
previo a la aprobación de sus pliegos); tampoco importa ahora (para
no pre-ocuparse más allá de lo estrictamente urgente) si sus
pliegos serán o no aprobados por el Senado el año próximo; lo que
sí importa ahora y debe conmover a todo aquel que de valor a la
institucionalidad democrática, es que cuanto menos durante meses
habrá personas ocupando el cargo de magistrados de la Corte Suprema,
por el solo deseo del Presidente, y que en tal calidad, estarán en
condiciones de expedirse, votar y definir en procesos que marquen
continuidades o quiebres en la jurisprudencia de la Corte Suprema.
Cada fallo de la Corte Suprema es un acto político de extrema
relevancia, con eventual impacto inmediato en los ámbitos ejecutivo,
legislativo y judicial, y en la vida cotidiana de cada habitante del
país. No cabe duda que una sola persona, aunque sea el Presidente,
no puede tener el poder único de decisión sobre quién será o no
será magistrado de la Corte Suprema. Y se dice aquí, “tener el
poder”, adrede. Ningún Presidente designaría de mano propia a
magistrados que pudieran resultar contrarios a su voluntad política.
El que los
nombramientos sean “en comisión”, en este sentido, no cambia ni
un ápice la gravedad del caso. Un nombramiento en comisión es algo
así como un nombramiento “provisorio” (así se lo presenta,
cuanto menos, para hacer más ligero el peso de la decisión tomada),
y un nombramiento “provisorio” implica algo así como designar a
un magistrado “subrogante”. Llegados a este punto, tal vez sea
necesario recordar que la propia Corte Suprema de Justicia, en su
fallo del 4 de noviembre pasado, al decidir sobre la
inconstitucionalidad de la “ley de jueces subrogantes”, se
pronunció en forma restrictiva al respecto. La Corte, a la que ahora
se hace integrar forzadamente con magistrados “en comisión”,
aseveró: “...
no debe perderse de vista que los subrogantes desempeñan las mismas
funciones que los jueces titulares, esto es, administrar justicia. En
consecuencia, los justiciables tienen el derecho que surge de la
Constitución Nacional y de los tratados internacionales a que -como
lo dice la Corte Interamericana de Derechos Humanos- los jueces que
resuelvan sus controversias, aunque provisorios, sean y aparenten ser
independientes (...). Así, la Corte Interamericana considera que la
provisionalidad no debe significar alteración alguna del régimen de
garantías para el buen desempeño del juzgador y la salvaguarda de
los propios justiciables. De aquí se sigue que, aunque los jueces
titulares y los subrogantes son designados de manera diferente y
tienen un grado distinto de estabilidad, el Estado debe garantizar un
procedimiento para el nombramiento de estos últimos sobre la base de
parámetros básicos de objetividad y razonabilidad que aseguren el
ejercicio independiente de su cargo.“ (Fallo
Uriarte, Rodolfo Marcelo y otro c/
Consejo
de la Magistratura de la Nación s/
acción
mere declarativa de inconstitucionalidad, pág. 9). Si esto fue dicho
respecto de jueces de tribunales inferiores a la Corte Suprema, sería
de esperarse, que un rigor aun mayor exista respecto del
nombramiento, aunque sea “en comisión”, de magistrados de la
Corte Suprema. No solo sería de esperarse. Debe exigirse que esto
sea así. O debe aceptarse que probablemente se esté actuando en
forma contraria no solo al orden constitucional nacional, sino
también, en forma violatoria del sistema interamericano.
La decisión
unilaterial del Sr. Presidente Macri lleva necesariamente a pensar en
un concepto íntimamente relacionado con ella: el decisionismo. Puede
resultar violento en este contexto de celebración de un nuevo
gobierno democrático el rememorar las ideas del jurista alemán Carl
Schmitt, quien acuñó en forma peculiar este concepto. Sin embargo,
dadas las circunstancias, recurrir a la violencia del lenguaje es
inevitable. Tal vez sea la mejor manera de hacer visible la gravedad
de lo que está sucediendo.
En 1934 Carl
Schmitt escribía en un brevísimo pero acuciante texto: “El Führer
protege el derecho frente al peor abuso, cuando en el momento del
peligro y en virtud de su poder de conducción, como juez superior
crea derecho en forma inmediata“ (Carl Schmitt,
Der
Führer schützt das Recht,
en: Deutsche-Juristen-Zeitung
39, 1934, columna 946 – traducción propia).
Antiparlamentario
declarado, lo que Schmitt explicaba era que es propio de un soberano
(no gobernante), y de hecho, es lo que lo caracteriza, el poder
decidir sobre la excepción. Esto, de hecho, ya lo había planteado
en 1922, en su obra El
concepto de lo Político.
Si en ese marco de necesidad, de “peligro”, se espera que el
Parlamento se siente a discutir y llegue a acuerdos para plantear
políticas o adoptar medidas, tal demora podría ser fatal para la
seguridad del pueblo, ese Volk
que debía ser protegido (ese Volk
en mayúscula, porque el volk
en minúscula era desdeñado, vaya la irónica semántica
históricamente repetida...). Por esta razón, si para evitar esas
dilaciones, el soberano toma en sus manos las decisiones, y actúa
con mayor velocidad que el Parlamento, e incluso que el sistema
judicial, por ese acto mismo de hacerlo en protección del pueblo,
ese acto debía ser entendido como derecho genuinamente creado, en
forma inmediata. El soberano crea derecho, y aunque lo haga por fuera
de las reglas regulares del derecho, es derecho, porque es el
soberano quien lo hace y lo dice. Este resumen de la idea
(extremadamente estilizada), este cuadro de situación, es el que se
ve reflejado en la actividad del Presidente al dictar casi treinta
Decretos de Necesidad y Urgencia en dos días, como si de ellos
dependiera la protección de la vida de cada argentina y cada
argentino. De estos Decretos de Necesidad y Urgencia, probablemente
el institucionalmente más grave y simbólico, es el que nombra (“en
comisión”, sí, “en comisión”) a dos magistrados de la Corte
Suprema.
¿Se ha
violentado el orden institucional para proteger el orden
institucional? ¿Es eso posible? No. Con toda seguridad no. Toda
violación al orden institucional, siempre, sin importar el color ni
el motivo de quien lo realice, genera una pérdida de
institucionalidad. Y no se trata de quién lo hizo. Esto se habría
escrito aunque hubiera sido otro Presidente u otra Presidenta quien
lo hubiera hecho. Lo grave es que se ha hecho, en un acto sin
precedentes en nuestra reciente historia democrática. Se ha
incorporado a la Corte Suprema de Justicia de la Nación dos
magistrados que los previos magistrados de la Corte, firmantes todos
ellos del fallo antes mencionado, probablemente considerarán
“subrogantes” o “provisorios”, nombrados sin respeto de los
mínimos recaudos que garanticen su idoneidad e independencia
judicial. No solo fue una decisión contraria al procedimiento
regular constitucionalmente establecido, sino que fue una decisión
que no tenía necesidad ni urgencia.
Así como ya
se reconoció respecto de otro decreto dictado en los últimos días,
todavía cabe esperar que desde el Poder Ejecutivo se reconozca que
el Decreto que designó a los nuevos magistrados fue un error.
Todavía cabe esperar que de esa forma el orden institucional,
amenazado por un breve lapso, sea nuevamente respetado y pueda ser
protegido.
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