Sabido es que
en las ciencias sociales la extrema ligazón que el observador posea con su
objeto de estudio puede resultar condicionante a la hora de abordar con
rigurosidad científica la porción de realidad que intenta analizar. En el caso
de la Criminología ,
entendida aquí como la disciplina social encargada de estudiar los discursos
legitimantes del poder punitivo, pareciera ser que dicha relación –además de
estrecha- se encuentra severamente atravesada por un conjunto de pulsaciones,
hechos catastróficos y otros desmanes que empantanan nuestra labor a diario. Es
por ello que la cercanía que los criminólogos tenemos con los hechos delictivos,
más en América Latina, nos sitúa hoy frente a un debate: a) el de pensar que el
estupor y la indignación social frente al delito puede afectar nuestra visión crítica
del sistema penal en tanto nuestras hipótesis se verían influenciadas por la horda
informativa que tiñe de sangre nuestras ideas a diario o, en cambio, b) el de
considerar provechosa dicha proximidad y beneficiarnos de ella para resolver
–más que con rigor científico- con rigor histórico problemas como el de los
“linchamientos”. Asimismo, y en referencia a lo anterior, oímos a diario frases
tales como: “hay que darle guerra al crimen”, “la cárcel es una puerta giratoria”,
la “culpa es de los jueces” y, últimamente, “No al nuevo Código Penal” lo que parecen
representar, más que un cúmulo de preocupaciones generales, esquemas tabulados de
tinte reduccionista por donde se hacen circular la mayoría de los debates en
torno al delito y la seguridad. El último de ellos, quizá el más novato, tiene
una extraña relación cronológica con los hechos denominados mediáticamente como
“linchamientos” máxime si a estos se los atraviesa desde una visión crítica.
Quiero decir con ello que no resulta para nada llamativo que el tratamiento sobre
los hechos ocurridos en Rosario, Capital Federal y Mendoza se haya realizado a
posteriori del tratamiento periodístico que se efectuó sobre el anteproyecto de
reforma del Código Penal, en tanto, según la mayoría de medios de comunicación,
éste se correspondería más a un plan criminal elaborado por un grupo de
juristas en busca de consagrar la impunidad de los delincuentes que a la
búsqueda de una armonía entre los preceptos de orden constitucional y la
dinámica de las nuevas formas delictivas. En cambio, lo que si resulta
llamativo –y aquí el motivo de mi
intervención- es la postura de ciertos sectores del arco político en donde la
tabulación prescrita con anterioridad es tomada como referencia de principio a
fin. Quien suscribe entiende que el punto equívoco de esta posición radica en
la interpretación errónea que desde el mismo Estado se lleva adelante cuando
manifiesta su falta de recursos para cumplir con su faz preventiva y represiva
convencional, por lo que resultaría necesario –según esta posición- un reajuste
en sus políticas de seguridad en tanto lo que se “tiene en frente” es un
enemigo real y altamente peligroso. Lo paradójico de esta posición es que, a la
inversa de lo que se supone, un grupo minúsculo de la sociedad ha respondido a
la supuesta falta de recursos, en tanto dispositivos de seguridad, desde la
acción concreta, despojados de un mínimo quantum de racionalidad institucional.
Allí fue que aparecieron los discursos tradicionales que justificaron acabar
con el “enemigo” proyectando un horizonte bélico de acción en donde se
encasilla perfectamente la demagogia punitiva de los procesos de emergencia. En
términos futbolísticos “correr detrás de pelota” más que una falla parece ser
una táctica pensada por algunos operadores de una Argentina que no queremos, la
de la segregación y la violencia. Por ello, en razón de la memoria histórica que
este pueblo ha conseguido durante los últimos años y por nuestra relación
estrecha con los procesos sociales conflictivos entiendo que el peor camino, el
peor discurso en términos criminológicos, es el que intenta exhibir al Estado
como una entidad en emergencia, un Estado indefenso, carente de ideas y de contenidos.
Lamentablemente ese camino ya fue recorrido, dejó huellas imborrables en
nuestro pasado porque justificó las reacciones más violentas, las
intervenciones más despóticas y absurdas, aquellas que negaron el estado de
derecho, ese estado de derecho que también se niega con cada linchamiento.
Ariel Larroude
Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC)
Buenos Aires, 8 de abril de 2014
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