DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE MOTINES

Durante dos días, todos los medios de comunicación de nuestro país hablaron de un “motín” en la cárcel Almafuerte, ubicada en Campo Cacheuta, al pie de la Cordillera de los Andes.
Se describió a los presos que lideraban ese presunto motín como muy peligrosos, que habría un muerto, que querían fugarse, que la situación era dramática y con riesgo de vida para los rehenes penitenciarios.
El 6 de noviembre de 2009 estuve en esa cárcel, para entrevistar a dos de los tres jóvenes condenados a prisión perpetua por delitos cometidos antes de los 18 años de edad por la Cámara Penal de Menores de Mendoza. El tercero, Ricardo Vidal Videla Fernández, no sobrevivió a los rigores de la otra gran cárcel mendocina: la Penitenciaría ubicada en la calle Boulogne Sur Mer, pleno barrio residencial de la Ciudad Capital. Allí apareció colgado el 21 de junio de 2005, en una celda de castigo. En la Penitenciaría de Boulogne Sur Mer, las condiciones de vida eran insoportables. Había hacinamiento, malos tratos, encierros prolongados en celdas para una persona donde se apiñaban cuatro. “Encierro prolongado” quiere decir que un preso está con otros tres en un lugar mínimo, donde se acumulan bolsas de orín y latas con materia fecal, porque ni siquiera los sacan para hacer sus necesidades. Una semana antes de aparecer colgado con su cinturón, Ricardo Videla salió como una sombra de una de esas celdas de castigo, donde estaba mezclado con presos adultos, cumpliendo una sanción. Lloró, y pidió que se lo sacara de allí. Pero lo pusieron en otro lugar donde las condiciones de vida eran iguales: encierro dentro del encierro. Y se mató, o lo condujeron a la muerte.
Ese 6 de noviembre de 2009, luego de llegar a la Cárcel de Almafuerte –escondida, aislada, lejana, fría-, entrevisté a Cristián Saúl Roldán Cajal, cuyo caso se encuentra denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos desde el año 2002.
Cristián contó cómo se vivía en esa cárcel inaugurada oficialmente el 28 de setiembre de 2007 por el entonces gobernador Julio Cobos, hoy vicepresidente opositor, y el entonces Ministro de Justicia de la Nación, Alberto Iribarne, hoy apoderado del peronismo federal.
“Acá no te dan nada: elementos de higiene, ropa, zapatillas, camperas. Hace mucho más frío adentro de las celdas que afuera. La calefacción está rota. (La comida) es un régimen para no bajar ni subir de peso. No puedo hacer deportes porque no como bien, no puedo gastar nada de energía. No estoy haciendo ninguna actividad. Quisiera ver al psicólogo, lo pedí, pero no me atienden”.
Contó también que lo visitaban su madre y una chica. Pero cada viaje costaba cincuenta pesos. La cárcel de Cacheuta está a unos 50 kilómetros de la ciudad de Mendoza, al costado de la ruta 7, en dirección hacia la Cordillera de los Andes.
Entonces, contaba Cristian, era mejor estar en la Penitenciaría, a pesar del hacinamiento, los malos olores, los encierros: “Ayer me negaron el traslado a Boulogne Sur Mer, yo pedí ir allí por mi familia. Allá mi mamá puede venir a verme caminando. Yo prefiero mil veces vivir allá”
Recordaba esto cuando leía y escuchaba hablar de motines, fugas y presos peligrosos.
Hoy pude leer el “pliego de peticiones” de los presos de la Cárcel de Cacheuta, en el que piden, ni más ni menos, que se cumplan las leyes, y que, si eso no es posible, que los condenen a pena de muerte, antes de sufrir una muerte cotidiana:



Y, al leerlo, confirmé la impresión que me había quedado luego de aquella visita: no hay justificación posible a la decisión de esconder a los presos como si fueran basura. Ese es el único sentido que tiene una cárcel como la de Cacheuta: destruir seres humanos. Tanto, que desean volver a otros infiernos, donde, al menos, sus familiares puedan llegar caminando a la visita.

Claudia Cesaroni
Autora de “La vida como castigo. Los casos de adolescentes condenados a prisión perpetua en la Argentina”
Integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC) www.cepoc.org.ar

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