NIÑOS Y ADOLESCENTES NO PUNIBLES: LA ILEGALIDAD DE SU DETENCIÓN





El martes 11, la Cámara Nacional de Casación Penal dictó una resolución trascendente:
http://www.perfil.com/contenidos/2007/12/11/noticia_0073.html

Ver resolución completa de la Cámara Nacional de Casación Penal:
http://docs.google.com/Doc?id=dc6hrrpr_80dx9g7sf5

Sobre esta cuestión:

OPINIÓN ACERCA DE LOS PROYECTOS DE LEY DE RESPONSABILIDAD PENAL JUVENIL ACTUALMENTE EN DEBATE EN LAS CÁMARAS DE SENADORES Y DIPUTADOS DE LA NACIÓN.

Resulta urgente producir la reforma del sistema penal juvenil, por varias razones: porque las leyes vigentes (22.278 y su modificatoria 22.803) que conforman el denominado Régimen Penal de la Minoridad, son productos creados por la dictadura militar, en los que campea la ideología del patronato, del peligrosismo, y de la arbitrariedad judicial, lo que ha permitido que se apliquen en algunos casos penas larguísimas –hasta perpetuas- a niños, y en otros, absoluciones, dependiendo cada solución de las circunstancias que rodean al autor del delito, y no al hecho en sí mismo. Esto configura el repudiado “derecho penal de autor”, que en contraposición con el “derecho penal del acto”, castiga a la persona por lo que es, y no por lo que hace.

Otro argumento para plantear la necesidad de la reforma del sistema penal juvenil, es la existencia de personas menores de 16 años –es decir, conforme la legislación vigente, inimputables- privadas de libertad bajo la acusación de haber cometido un delito. En efecto, muchos de los veinte mil niños/as y adolescentes que se encuentran en esta situación en nuestro país, tienen menos de 16 años, por lo que no se les puede iniciar un proceso penal, pero los jueces los mantienen encerrados bajo el denominado “expediente tutelar”. Es decir: los tutelan, porque son peligrosos, o hicieron cosas graves (no podemos asegurar que son “autores” de delitos, porque para decir que una persona es “autora” de un delito, habría que someterla a un juicio rodeado de todas las garantías procesales, en primer lugar, ejerciendo el derecho de defensa), y en la mayorías de los casos, sobre todo si son pobres, para mejor tutelarlos, los encierran. Así, se garantiza que, una vez alcanzada la mayoría de edad legal para ser imputables -16 años-, serán introducidos en la maquinaria penal con mayores posibilidades de éxito, es decir, con más años de encierro.

Ahora bien. Es cierto que las normas que rigen la situación de personas de 16 y 17 años acusadas de delitos son vetustas, arbitrarias, e inconstitucionales. Sin embargo, por encima de esas normas se encuentran otras, de mayor jerarquía: la Constitución Nacional, y los tratados internacionales incorporados a ella, en primer lugar, la Convención sobre los Derechos del Niño. Bastaría con que los jueces interpretaran armoniosamente la normativa existente para que dejaran de existir detenciones arbitrarias, condenas a prisión perpetua a niños, y otras calamidades. Y si los jueces no aplican las normas, alcanzaría con que un conjunto de abogados y organizaciones sociales exigiera una y otra vez que lo hagan, apelando las decisiones injustas hasta lograr que la Corte Suprema de Justicia se expida. De este modo se llegó al Fallo Maldonado, de diciembre de 2005, en el que el más alto tribunal revocó una sentencia a prisión perpetua aplicada a un adolescente de 17 años, y estableció una serie de pautas para ser tomadas en cuenta al momento de aplicar pena a las personas menores de 18 años.

En segundo término, y en cuanto a la privación de libertad de personas no punibles –menores de 16 años-, además de la Constitución Nacional, y los tratados de jerarquía constitucional, hay que utilizar la recientemente sancionada Ley 26.061, de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Utilizarla como herramienta, para denunciar la ilegalidad de esas detenciones. Porque, si son menores de 16, no son punibles. Y si se entiende que están en situación de riesgo, las alternativas son las políticas de protección de derechos, no la internación. Sin embargo, miles de niños y adolescentes siguen internados, es decir presos. Pero hay que decir con claridad que NO están en esa situación por ausencia de leyes, sino porque las prácticas judiciales y administrativas van por detrás de la mejor legislación que se pueda sancionar, y modificar esas prácticas es un desafío mucho más difícil que elaborar un buen producto normativo.

Podría pensarse que lo que planteo es que no hace falta sancionar una ley de responsabilidad penal juvenil. Por el contrario, entiendo que sí es necesario, para dotar al proceso penal juvenil de un conjunto de garantías que hoy no tiene, y para darle legalidad e instituciones modernas y democráticas a ese proceso. Lo que quiero decir es que no hay que inventar motivaciones falsas, que en realidad ocultan la falta de decisión judicial y política en el cumplimiento de las normas que ya existen, para justificar la creación de nuevas normas. Porque, si esa falta de decisión persiste, éstas van a fracasar por brillantes que sean.

Y, al entrar de lleno al problema del nuevo régimen penal juvenil, nos topamos con lo que parece ser el problema central: ¿Se mantiene la edad de imputabilidad en los 16 años, o se baja a 14? Una atinada sugerencia de la especialista Mary Beloff es pensar previamente qué se hace por debajo de la edad mínima que se fije para punir a los adolescentes. Y yo coincido, con un agregado: creo que no es menor la discusión acerca de cuál es esa edad. Por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque fue la última dictadura militar la que bajó la edad de imputabilidad de 16 a 14 años, en 1980. Luego, en 1983 este límite volvió a los 16 años. No parece adecuado que sea un gobierno democrático que sostiene con justa razón que está reconstruyendo a la Argentina luego del proceso devastador sufrido en los ’90, el que decida introducir en la maquinaria penal a más niños y adolescentes, los hijos de las principales víctimas de esa devastación: los pobres, los excluidos, los millones que hoy se encuentran bajo la línea de pobreza y sobre los que el menemismo y las políticas liberales derramaron desocupación, hambre y miseria.

Y en segundo término, porque las personas de 14 y 15 años atraviesan una de las etapas más difíciles y conmocionantes por las que puede pasar una persona: lo sabe cualquiera que tenga hijos/as o alumnos/as adolescentes, pero también lo sostienen con fundamento científico los psicólogos y especialistas. Solo basta analizar a esos/as jóvenes con una mirada no penal, para darse cuenta.

Entonces, volviendo al planteo efectuado (¿qué hacemos con los que están debajo de la edad mínima?), quiero responder a una pregunta que se nos hace a quienes sostenemos que no hay que bajar la edad de imputabilidad penal: “¿Y qué hacemos con un chico de 14 ó 15 años que mata o roba con violencia” Mi respuesta es sencilla: Hacemos lo mismo que haríamos con un chico de 9, 12 ó 13 que asesine o robe con violencia. Abordamos eso que ese/a niño/a hizo como algo que también le sucede a él/ella, porque resulta evidente que si una persona de cualquiera de esas edades, en lugar de dedicarse a jugar y estudiar, asesina, roba o lastima, significa que los adultos responsables de ese niño o esa niña –su familia, pero sobre todo la comunidad de su barrio, su escuela, sus médicos, su club: el Estado en definitiva- han estado ausentes durante los años más importantes de su vida. No le dieron amparo, reconocimiento, comida, calor, techo, cuidados. No lo educaron, no le permitieron disfrutar de su infancia, desarrollar lo mejor de sí. No hicieron, no hicimos con esa persona todo aquello que quienes tenemos hijos nos proponemos hacer por los nuestros, parafraseando a Nils Christie(1)

Entonces, desprovistos de todo lo que nos parece natural que tengan los nuestros, cuando los otros se vuelven violentos y brutales, lo que tenemos que hacer –tarde, pero todavía tal vez a tiempo- es darles aquello que no tuvieron en su momento. No en el encierro, sino en el seno de sus familias. Y si no las tienen, o no pueden cuidarlos, en otras, o en las que ellos puedan crear, o con las relaciones que reconozcan como propias. Recién entonces podrán reconocer el daño cometido, y hasta intentar repararlo.

No estoy diciendo que a un niño que mata a otro niño, o que roba y lastima, haya que acariciarlo y decirle “pobrecito, hagamos como que no pasó nada”. Estoy diciendo que, para que ese niño pueda reconocer el sufrimiento ajeno, y para que pueda entender que sus acciones provocan daño en los demás, debe reconocerse como persona, y el reconocimiento como sujeto lo dan los otros, sobre todos los que tienen el deber de ampararnos cuando más débiles y vulnerables somos.

Entonces, el planteo es: atendamos a lo que hagan los menores de 16 años como conflictos, de mayor o menor gravedad, y pongámonos a pensar en conjunto el Estado y las organizaciones sociales, qué hacemos por esos/as niños/as y adolescentes.

Varios de los proyectos actualmente en estudio en las cámaras de Diputados y de Senadores de la Nación, establecen que, por debajo de la edad desde la que se establece la responsabilidad penal (14 años en todos los proyectos en discusión), los niños y adolescentes están exentos de toda responsabilidad penal, y no podrán ser objeto de ninguna medida, según algunos proyectos, o serán derivados a las agencias de protección de derechos, según otros.

Esta decisión, la de que el Estado intervenga o no en la vida de un/a niño/a menor de determinada edad (insisto que considero que esa edad debe mantenerse en los 16 años cumplidos), es fundamental, y voy a disentir con quienes plantean que el Estado debe retirarse absolutamente, que nada puede hacer con ese/a niño/a, porque, como no pudo probarse en un juicio con todas las garantías procesales vigentes que esa persona efectivamente cometió un delito, esa intervención estatal sería otra manera de denominar al odiado patronato, la disposición tutelar, la arbitrariedad judicial o administrativa.

Ahora bien: la pregunta es: ¿Qué sucede con un niño o niña de 12, 13, o, en mi posición, de 14 ó 15 años, que roba con violencia, mata a un compañero, lastima a sus hermanitos, etc.? ¿Qué decisión toma el Estado en concreto, es decir, la escuela, la comisaría del barrio, el juez de menores, el centro de protección de derechos con esa persona? Nos dicen que nada, porque intervenir “en función del supuesto delito” sería privarlo de sus derechos, porque como no se determinó judicialmente si el delito existió, cualquier cosa que se haga es violatoria de sus derechos. Este es uno de los argumentos que se utiliza incluso para justificar la baja de la edad de la imputabilidad: “algo tenemos que hacer con los de 14 y 15 que cometen delitos graves”. Y yo insisto: con los de 14, 15, 13, 12, 11 y 10, y así hasta la edad de los pañales, lo que se puede hacer es lo que habitualmente se hace de modo informal, por ejemplo, en las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires.

Con más o menos dificultades, todos los días, sobre todo en las escuelas de enseñanza media, suceden hechos que, si los encuadráramos en el Código Penal, se llamarían lesiones leves, graves y gravísimas; injurias, daños, daños calificados, amenazas, etc. Esos actos los cometen adolescentes de 13 a 17 años de edad, es decir, conforme a los proyectos en danza, casi todos ellos, punibles. Ahora bien: a nadie se le ocurre denunciarlos penalmente, al menos en la inmensa mayoría de los casos. Se toman medidas, se inician instancias de mediación, se realizan consejos de convivencia, participan incluso en algunos casos abogados/as de las defensorías de niños, niñas y adolescentes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y de hecho se somete a los autores de esas conductas a un proceso, no penal, sino un proceso en el que se busca indagar cuál es la verdad (qué pasó, quién empezó a pegar, cuál fue el motivo de la pelea, cómo se rompió ese vidrio, etc.), para intentar arribar a una reparación del daño, o a un acuerdo.

En ocasiones, esos procesos son llevados con excesivo rigor y severidad, y las soluciones son cuestionables, porque provocan la separación del adolescente de la escuela, mediante la expulsión. Pero en esos casos, las decisiones pueden reverse en sede administrativa y aún judicial, como posterior reaseguro de los derechos del adolescente. El Estado interviene, frente a hechos que no denomina delitos, porque se cometen en un ámbito –la escuela- que busca un modo de abordarlos que atienda a la resolución del conflicto, más que al mero castigo. Como dije, estos procedimientos son perfectibles, y se realizan con no pocas dificultades, pero similares críticas pueden hacerse de los procesos penales, los que seguramente son más estigmatizantes y brutales para un adolescente, más allá incluso de la pena impuesta.

Lo que pretendo decir es que no puede sostenerse que el Estado no debe intervenir por debajo de la edad mínima, porque esto “supondría repetir el modelo tutelar”. A mi juicio, tomar esa decisión supone abandonar una de sus responsabilidades más importantes con el sector más vulnerable de la sociedad. El Estado tiene que intervenir, del mismo modo que lo hace coactivamente para que los niños y adolescentes sean llevados a la escuela y se los vacune; o para que se cumplan las leyes que prohíben el trabajo infantil; o brindando protección especial a las madres niñas. Lo que no debe hacer es privar de libertad, castigar la pobreza, permitir que los jueces decidan arbitrariamente que una familia ajena con posibilidades económicas es mejor que una familia biológica pobre.

La discusión vuelve entonces, a la pregunta previa: ¿De qué modo interviene? Y creo que la respuesta es más sencilla de lo que parece: garantizando derechos. Haciendo –y vuelvo a utilizar un concepto de Mary Beloff- que los actos dañosos que cometen los niños y jóvenes, se transformen en una oportunidad, abordándolos, no desde el derecho penal –que no garantiza nada, que es estigmatizante, selectivo y discriminatorio- sino desde su obligación de reparar lo que no hizo o hizo mal y de hacer efectivos los derechos de los/as chicos/as, esos que lucen tan claros en la Constitución, los Tratados y los instrumentos internacionales de derechos humanos.

(1) La mayoría de ellos (se refiere a nuestros hijos) a veces hacen cosas que la ley podría considerar como delitos. Desaparece dinero de una cartera. Un hijo no siempre dice la verdad, por lo menos no toda la verdad, sobre dónde estuvo la noche anterior. Le pega al hermano. Pero, sin embargo, no les aplicamos categorías del derecho penal. No llamamos delincuentes a los niños ni delitos a sus actos.
¿Por qué?
Simplemente porque no estaría bien.
¿Por qué no?
Porque sabemos demasiado. Conocemos el contexto: el niño necesitaba mucho el dinero, estaba enamorado por primera vez, su hermano ya lo había molestado más de lo que cualquiera podría soportar. Los actos fueron insignificantes, no se les agregaría nada al verlos desde la perspectiva del derecho penal. Y a un hijo lo conocemos tan bien a partir de miles de encuentros, que con tanta información una categoría penal resulta demasiado estrecha. (...) No cabe ninguna duda. Pero no podemos decir lo mismo, necesariamente, sobre el niño de la familia que se acaba de mudar acá enfrente. (...) La distancia social tiene particular importancia. La distancia aumenta la tendencia a interpretar ciertos actos como delitos y a ver a la gente simplemente como delincuentes. Nils Christie, La industria del control del delito ¿La nueva forma del holocausto?, Del Puerto, Buenos Aires, 1993, pág. 30.

Claudia Cesaroni
Buenos Aires, 29 de setiembre de 2006

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