CASI 60.000 FAMILIAS SUFREN POR SUS FAMILIARES PRIVADOS/AS DE LIBERTAD

Los últimos datos oficiales del Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución de la Pena (SNEEP) confirmaron que en el año 2007 había 52.457 personas privadas de libertad en las cárceles argentinas. En la actualidad se estima que este número asciende a 60.000 personas de las cuales el 60% no tiene condena.

Sólo en las cárceles de la provincia de Buenos Aires se registran 100 hechos violentos por mes, afirma el Comité contra la Tortura, organismo que en su jurisdicción está autorizado para “realizar inspecciones periódicas generales o de emergencia a los lugares de detención de la provincia”. En su último informe, el Sistema de la Crueldad III, el Comité contra la Tortura, relata cuáles son las formas de la violencia ejercida contra los internos/as: “golpizas, palazos, balas de goma disparadas a quemarropa y en lugares del cuerpo no permitidos, submarino seco, amenazas, simulacros de fusilamientos, encierro indeterminado (engome), abusos, aplicación de picana eléctrica, violaciones y traslados constantes”. Estos mecanismos se usan intencionalmente para castigar al detenido que denuncie prácticas penitenciarias o coaccionarlo con fines disciplinarios. (CTC, 2008) Por su parte, la Procuración Penitenciaria de la Nación, en su Informe General de Malos Tratos y Tortura, afirma que los detenidos, a cargo del Servicio Penitenciario Federal (SPF), encuentran innumerables dificultades para denunciar los malos tratos que sufren. “En la mayoría de los casos continúan privados de su libertad sometidos a la custodia de los mismos sujetos denunciados. Por ello la persona que realiza una denuncia contra agentes del SPF sabe perfectamente que se enfrenta a: sanciones arbitrarias, traslados lejos de su familia, bajas en la calificación disciplinaria con la consecuencia de no poder usufructuar institutos de soltura anticipada y obviamente amenazas y represalias” (PPN, 2008). Además, la Procuración constató que la sanción principal que aplica el personal penitenciario a las personas encarceladas en el ámbito federal es el del aislamiento individual en espacios diferenciados, pabellones y/o celdas, que “implica condiciones altamente gravosas de detención tales como: racionamiento de la comida, ausencia de utensilios, encierro permanente, imposibilidad de acceso a otras instalaciones, falta de higiene personal, falta de camas y mantas, espacios, sin luz y deteriorados, efectuar la necesidades fisiológicas básicas, defecar y orinar, en botellas, bolsas de plástico o recipientes que se encuentran y mantienen por largo tiempo en el interior de las celdas” (PPN, 2008).

El 30% de los internos/as del SPF sufre sanciones de aislamiento. Las personas que más las sufren son los y las jóvenes: al menos un 40% de los/as menores de 24 años ha estado “engomado”. Además el 60% de los interno/as recibió golpes y lesiones sin recibir atención médica adecuada (PPN, 2008). Siguiendo al Comité contra la Tortura, podemos afirmar que el castigo físico en sus diferentes formas (golpes de puño, con objetos contundentes, quemaduras con cigarrillos, duchas con agua helada, encierro con poca ropa, privación de alimentos y líquidos por tiempo prolongado, daño con elementos cortantes y punzantes) tiene consecuencias orgánicas: secuelas músculo-esqueléticas como fracturas, esguinces, luxaciones y atrofias musculares; lesiones neurológicas como parestesias, anestesias y algias; lesiones de la piel como contusiones, quemaduras y erosiones.

Toda esta situación, vivida en carne propia por las personas privadas de libertad, influye y atormenta también a sus familiares directos. El rol de las familias es importante para los internos, no sólo en lo emocional, ya que constituye la principal fuente de apoyo, sino también en el sustento material: los familiares les acercan comida, medicamentos, elementos de higiene personal, frazadas. La mitad de la población carcelaria está casada o en pareja, es decir, eran jefes/as de hogar y al menos 8 de cada 10 internos/as reciben visitas de sus familiares (SNEEP).

Al momento de la detención de una persona, los familiares se enfrentan a una situación de incertidumbre, desde no saber cómo van a garantizar su sustento, cómo y cuando poder ver a su familiar encarcelado y cuál es el nivel de malos tratos de los que ha sido víctima. Porque saben, como sabemos todos, que “la bienvenida” de los agentes penitenciarios a la unidad suele ser muy dolorosa. Tengamos en cuenta que cada 100.000 familias, 134 están sufriendo por tener algún miembro privado/a de su libertad en la Argentina que implica el quiebre de la trama de relaciones y actividades cotidianas domésticas para el núcleo familiar. Estar privado de la libertad en nuestro país significa estar detenido en condiciones que atentan contra la dignidad de las personas: hacinamiento, falta de atención sanitaria, daños y secuelas a nivel orgánico, mal trato, falta de programas laborales y educativos que fomenten la inclusión social. Y por supuesto, ser un pobre estructural, haber pasado la infancia y adolescencia en una familia desmembrada a partir de las reformas neoliberales.

Cuando decimos que hay personas y familias enteras que están más expuestas a ser captadas por el sistema penal que otras debido a su selectividad, no sólo nos basamos en los innumerables desarrollos teóricos que lo confirman, sino también en la evidencia empírica que, aunque con limitaciones, la estadística oficial demuestra. Si observamos los escasos datos sociodemográficos que arrojan las estadísticas oficiales, podemos afirmar que, al menos un 30% de estas personas no tiene ningún nivel de instrucción o no terminó sus estudios primarios, casi la mitad (48%) se encontraba desocupada al momento de su detención y no poseía ningún oficio (55%). Además, constatamos que el 70% tiene menos de 34 años. Estos jóvenes - adultos de hoy, son la consecuencia directa de la implementación de diversas reformas estructurales que modificaron las relaciones económicas y sociales en nuestro país. Con la reforma del régimen de trabajo de 1995 se llevó a cabo además un feroz plan de ajuste a nivel nacional que provocó un aumento de la conflictividad social y la tasa de desempleo. Claramente, los niños/as y adolescentes empobrecidos/as en los ’90 están presos/as. ¿Qué haremos entonces con los niños/as y adolescentes pobres de esta época, bajaremos la edad de punibilidad para insertarlos en el sistema penal?


Gabriela Irrazábal

CEPOC

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