La muerte de una maestra de clase media, o de un ingeniero, o de un estudiante universitario genera innumerables notas periodísticas. Conocemos sus historias, sus profesiones, sus sueños. El estudiante hacía trabajo solidario. La maestra catequizaba niños pobres. El ingeniero gustaba de viajar con su familia. Vemos fotos familiares, sabemos sus edades, las de sus hijos, maridos y esposas, madres y padres.
La información, repetida en canales de aire y de cable, en los portales de internet de los diarios, y en sus ediciones impresas, genera sentimientos de empatía y de solidaridad con las familias de esos muertos y deseos de castigo para los culpables de esas muertes, porque todos nos sentimos parte de la misma comunidad lastimada. Todos somos la maestra de Wilde, el estudiante de Tigre o el ingeniero de San Isidro.
Tal vez no sea ese en sí mismo el problema, sino el absoluto desinterés que provocan otras muertes, que son responsabilidad absoluta del Estado. El lunes 14 de diciembre se produjo un hecho de violencia en la Comisaría 8va. de La Matanza , la misma que, con la denominación de “Sheraton”, funcionó como Centro Clandestino de Detención en la dictadura. La misma bajo cuya jurisdicción está el destacamento policial de Lomas del Mirador, donde, según denuncian testigos, estuvo el adolescente Luciano Arruga, el 31 de enero, antes de desaparecer. Luciano Arruga cumplió 17 años en febrero de este año, sigue desaparecido, y poco sabemos sobre sus sueños y los de su familia, porque su imagen y su historia no resultan atractivas para la inmensa mayoría de los medios de comunicación.
El lunes 14, esos medios se apresuraron a publicar la versión oficial sobre los hechos. Dijeron que en la comisaría 8va. había habido un intento de fuga, y que una vez descubiertos, los presos prendieron sábanas y frazadas (no colchones, como dijo rápidamente el segundo jefe de la policía bonaerense, Salvador Baratta, porque los colchones son ignífugos), y eso mató a cuatro. O a cinco. Ni siquiera ese dato se dio a conocer con certeza. Al día de hoy, miércoles 16, no sabemos si hubo cuatro o cinco muertos en la Comisaría 8va. de La Matanza. Tampoco hemos visto fotos de los muertos. Apenas alguna imagen de mujeres desesperadas -madres, esposas, hermanas, hijas- y algún hombre también desesperado, reclamando información frente a policías ataviados como para la guerra en la puerta del Hospital Paroissien de La Matanza.
El Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos realiza todos los años un registro de muertes en lugares de encierro. Es una obligación que debería cumplir el Estado, pero no lo hace. Nos referimos a muertes violentas o dudosas, no a las sucedidas por razones naturales. Sabemos que las muertes naturales en la cárcel la inmensa mayoría de las veces son consecuencia de las pésimas condiciones de atención, pero no tenemos los instrumentos de recolección suficientes como para contabilizar esos casos en todo el país. Todas estas muertes, aún las provocadas por presos a otros presos, son responsabilidad del Estado. El Estado tiene un rol de garante, y debe cumplirlo. Eso quiere decir que si decide encerrar gente, tiene que garantizarle la vida y la integridad física. No lo decimos nosotros, sino la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y la Corte Suprema de Justicia de nuestro país.
Este año, al 15 de diciembre, contabilizamos 62 personas muertas en lugares de encierro por razones violentas o dudosas. Esa cifra supone una disminución con respecto a los años anteriores:
Año 2005: 198
Año 2006: 88
Año 2007: 93
Año 2008: 77
Año 2009 (al 15 de diciembre): 62
Sin embargo, el total de muertes producidas en estos casi cinco años (518) -que, insistimos, revela solo una parte de los casos, los que hemos podido recopilar a través de la información publicada en los medios, y la brindada por los familiares, organizaciones sociales y de derechos humanos, y nuestra propia investigación- revela un problema que el Estado nacional y los estados provinciales deben abordar atacando las causas de las muertes.
En el año 2009, las sesenta y dos muertes se produjeron por los siguientes motivos
:
En cuanto a las edades, del total de casos en los que se cuenta con la información sobre las edades (cuarenta y cinco casos), once son menores de 21 años, y de esos once, cuatro son niños conforme la Convención sobre los Derechos del Niño con jerarquía constitucional: tienen menos de 18 años de edad. Se trata de Alejandro Cruz y Ezequiel Galarza, ambos de 17 años, fallecidos por quemaduras e intoxicación en la Comisaría 20 de Orán, Salta; Ramón Quiñones, también de 17 años, muerto por la misma causa en la Seccional 18 de Campo Gallo en Santiago del Estero; y Esteban Martín Leiva, de 16 años, quien apareció ahorcado en una celda de la Seccional VIII de Posadas, Misiones.
Es preciso recordar que está prohibido que personas menores de edad estén privadas de libertad en comisarías, y que nuestro país ya ha recibido en varias oportunidades observaciones en este sentido por parte del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas.
Este registro, que ponemos a disposición de todas las organizaciones de derechos humanos y autoridades para completarlo, o para efectuar cualquier consideración que estimen oportuna, pretende, no solo denunciar estos casos, sino también plantear la necesidad de desarrollar políticas públicas que contribuyan a evitar todas las muertes que sean evitables.
Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos
Contacto: Claudia Cesaroni 15-4404-5299
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